Thursday, November 17, 2011

Ni aquí, Ni allá


Impresionante esta cuestión de la memoria. Los episodios de mi niñez que se despliegan en mi cabeza están tan entremezclados que ya han perdido su cronología. Lo que sí puedo recordar con claridad es que hogar nunca ha sido una ubicación geográfica específica, sino el calor de mi familia. Los libros, la picardía y fortaleza de mi mamá; la sonrisa, la ternura y la recocha de mi papá.

Nací una de tantos accidentes geográficos que existen en el mundo. Mis papas, Colombianos hasta morir, vinieron a coincidir lejos de su tierra en la gran ciudad de Nueva York, en los años 70 durante plena explosión salsera. Y del amor y la fiesta, Brooklyn me vio nacer. De ahí en adelante mis aventuras atravesando el atlántico se han convertido en un déjà vu sin fin. Que iban a imaginarse mis papas que me condenaban a  una vida de respuestas incómodas a preguntas como “Pero cuál es tu lengua materna?” o “En qué idioma piensas?” o mejor aun “De dónde eres?” porque ahí sí que se pone complicada la cosa “Pues, a qué te refieres exactamente? En qué ciudad nací? O en cual he vivido más tiempo? O donde vivo ahora? Que de donde vengo?”.

Y la estresante tarea de aprender dos idiomas. Y aprenderlos lo mejor posible. Y trabajar, en todo momento, de no usar equivocadamente la expresión de uno en el otro y sonar como una soberana idiota.
Y entre tanto, a qué país se le debe fidelidad? Con ambos tengo una relación de amor y odio que me embarga todos los días. Con ambos tengo historia. Historias hasta inventadas. Mi sensibilidad hacia ambos me impide tomar una postura determinante y me inyecta una vacilación crónica que me impide juzgar a uno de los dos. 

Aquí y allá, me duele todo. Me duele todo, lo siento todo. Me duele el señor colombiano que se sienta a mi lado en el tren, feliz de encontrarme y poder contarme todo lo que extraña a Medellín, y que difícil la vida en este país, y que implacable la rutina. 
Me duele la señora Salvadoreña, con su tono de piel canela, facciones indígenas y la cara más dulce del condado, que se despierta cada día con el corazón fracturado por la falta de sus hijos de 6 y 8 años que se han quedado en El Salvador y no entienden porque ella no regresa. 
Me duelen en los huesos los obreros al pie de la autopista a las 6 de mañana esperando trabajo, viviendo en una habitación compartida. 
También me duele la joven norte americana, madre soltera de dos hijos de 14 y 16 años, que tiene dos jornadas de trabajo y lleva años intentando crear una mejor vida para ella y sus hijos. Pero cuando no es un ladrón que se le mete a su casa a vaciarla de tesoros y recuerdos, es una emergencia que le asalta los ahorros. 
Me duele el anciano norte americano, ultra-conservador, aunque no esté de acuerdo con él. Me duelen sus historias sobre la guerra porque sé que teme en todo su ser no reconocer en lo que se ha convertido el país de su infancia Se siente forastero en su tierra y su familia lo tiene alienado en la habitación más alejada de la casa, en el mejor de los casos. El representa todo lo que ellos evitan convertirse a todo costo.
Me duele la señora norte americana clase media alta, con un esposo tipo galán de película, dos gemelas con inteligencia inquietante y una cocina del tamaño de mi apartamento. Me duele que nunca logra saciar sus necesidades, pero eso  no limita su capacidad de sentir. Cuando ve otros pueblos celebrando muertos en las noticias se pregunta en voz alta y entre lagrimas “Como nos regocijarnos con la muerte tan violenta de un hombre? Como podemos ser tan crueles?”.

Puedo sentirlo todo corriendo por las venas. Es difícil juzgar a otros cuando consideramos su vida en contexto. Ver un país, un pueblo, una historia desde afuera nos arma de argumentos y soberbia, pero sentirle latir desde adentro desmorona paredes y nos hace vulnerables. 

Quizás mi falta de memoria es un mecanismo de defensa, porque al recordarlo todo, todos los sentidos se estremecen. Suficiente tengo con el peso de estos dos países y su sinnúmero de historias sobre mis hombros.

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